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Colapso del PIB mundial, bloqueo de la producción y el comercio, mas personas en pobreza y desempleo. Este fue el resultado de la pandemia de COVID-19 desde el punto de vista económico. El desafío: aplicar medidas de apoyo a los ciudadanos y de ayuda a las empresas con dificultades, el refuerzo de los servicios sanitarios, un nivel de colaboración entre naciones sin precedentes, desde la carrera por las vacunas hasta la gestión de las pruebas de detección y el rastreo de los contagios. Pero  el mensaje político predominante en muchos países ha sido que los gobiernos no pueden –y, por tanto, no deben– gobernar. Desde tiempo atrás, políticos, dirigentes empresariales y expertos siguen la ideología centrada en medidas estáticas de eficiencia que justifican los recortes del gasto, la privatización y la subcontratación. Por consiguiente, los gobiernos disponen ahora de menos herramientas para responder a la crisis. La lección de la COVID-19 es: la facultad de un Estado para gestionar una crisis de gran envergadura depende de lo que haya invertido en la capacidad de gobernar, hacer y gestionar, es decir, en dar forma a mercados que produzcan un crecimiento sostenible e inclusivo orientado al interés general.